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El Espíritu Santo, verdadero protagonista de todo camino vocacional
El Espíritu Santo es el verdadero protagonista de todo camino vocacional, el primer artífice de toda búsqueda y entrega al Señor.
Es, de hecho, el Espíritu Santo quien siempre suscita una llamada y el misterioso deseo de seguir al Señor Jesús. Es Él quien acompaña, custodia y guía en el discernimiento. De Él proviene la fuerza para cambiar y convertirnos; de Él el apoyo para superar cualquier duda, miedo o incertidumbre.
San Francisco y el Espíritu Santo
Esta fuerte acción del Espíritu Santo es visible desde el principio en el camino del inquieto y joven Francisco. Así nos lo relata un biógrafo, San Buenaventura, refiriéndose a sus primeros pasos de búsqueda espiritual y vocacional:
«Siendo adolescente y envuelto en preocupaciones terrenales, Francisco no conocía el misterio de la llamada celestial, hasta que descendió sobre él la mano del Señor y fue purificado en el cuerpo por una enfermedad grave y prolongada, y se le hizo capaz de recibir en el alma la iluminación del Espíritu Santo”.
Una luz que, desde entonces, acompañará y marcará al santo por toda su vida.
Tener el espíritu del Señor
Sostenido y animado por tal Presencia, el Pobrecillo instará a menudo a sus hermanos a abrirse también a la acción del Espíritu:
«Lo que los hermanos deben desear por encima de todo es tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (Rb 10,9).
Esto, de hecho, para Francisco era el objetivo principal de la vida evangélica abrazada por él y sus hermanos: dejar campo libre al Espíritu Santo para que se convirtiera en la fuente viva, el origen de toda relación, de todo pensamiento y elección, de toda su acción y de este modo llegaran cada vez más a identificarse con la figura, los sentimientos y los gestos del Señor Jesús (cfr. Col 1,18):
«…interiormente purificados, interiormente iluminados y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podemos seguir las huellas de tu Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo…» (LOrd 51).
Cambiar de espíritu
La condición para una tal invasión del Espíritu del Señor exige, sin embargo, un decidido cambio de vida y perspectiva: hay que hacer tabla rasa, es decir, liberar al hombre pecador del «espíritu del mundo» que lo empuja por caminos diferentes a los del Evangelio:
«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que los hermanos se guarden de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupaciones y cuidados de este mundo, así como de la difamación y la murmuración. Y aquellos que no saben de letras, no se preocupen de aprenderlas, sino que presten atención a que lo que deben desear por encima de todo es tener el Espíritu del Señor y su santa operación…» (Rb 10,7-9).
La esencia de la vida espiritual para Francisco consiste en esta transformación y conversión radical; significa pasar del «espíritu mundano» al Espíritu del Señor. Significa «cambiar de espíritu”.
Una experiencia decisiva
Si Francisco da tanta importancia a este cambio radical y lo analiza con tanta precisión, es porque vivió en primera persona y de manera muy intensa la misma experiencia al inicio de su camino espiritual.
Él mismo nos lo cuenta desde las primeras líneas de su Testamento:
«El Señor me dio a mí, fray Francisco, el comenzar a hacer penitencia así: cuando estaba en pecados, me parecía cosa demasiado amarga ver a los leprosos; y el Señor mismo me condujo entre ellos y usé con ellos de misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura de alma y de cuerpo. Y después, me quedé un poco y salí del mundo…».
Se trata del encuentro con los leprosos hacia quienes el Señor mismo lo conduce. Desde ese momento, la vida de Francisco se transforma completamente. Antes, como él dice, estaba “en pecados”; es decir, vivía según el «espíritu del mundo», buscando solo la realización personal y la satisfacción individual.
Esto naturalmente implicaba repugnancia hacia los leprosos. Por más bondadoso de corazón que fuera (como testifican sus biógrafos), Francisco estaba físicamente bloqueado frente al leproso. Pero ahí es donde, cuando las fuerzas fallan, llega el Señor: «El Señor mismo me condujo entre ellos» y arrastra a Francisco en el impulso de su misericordia.
Un cambio en el sentido de la vida
«Alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura de alma y de cuerpo…».
Francisco finalmente experimenta la dulzura de Dios. Así nace a la vida de Dios, entra en el mundo de Dios; en espíritu ya ha “abandonado el mundo”. Es un cambio radical. Un cambio de gusto: lo amargo transformado en dulce.
Un cambio en la evaluación del significado de “realizarse”. Un cambio en el sentido de la vida: el ambicioso Francisco ya no sueña con elevarse tanto como para convertirse en el más grande, sino que se humilla hasta el nivel del más pequeño.
Un cambio también en la idea de Dios: ya no percibido como un majestuoso Soberano y Juez severo, sino como Aquel que asume las apariencias del pobre Cristo crucificado, convertido en leproso por nuestro amor.
La verdadera grandeza: amar
Francisco percibe así que la verdadera grandeza es la del amor y que no hay nada más importante en el mundo que encender una chispa de alegría en los ojos heridos del leproso. Se trata de un cambio de gusto, un cambio de vida, un cambio de Dios: el encuentro con los leprosos es realmente la conversión de Francisco.
Esta transformación es obra de Dios: solo Él puede dar un corazón nuevo; solo Él puede sustituir el «espíritu del mundo» con su Santo Espíritu, solo Él puede hacernos nacer de nuevo haciéndonos partícipes de su Reino, solo Él puede resucitar a los muertos. Al hombre le conviene admitir su propia miseria y estar siempre totalmente disponible para Dios. Al hombre le conviene contar las obras de Dios:
«El Señor me dio…».
También para ti
Querido amigo, que has leído estas líneas, hay algo que permanece siempre vivo desde San Francisco hasta nosotros, cualesquiera sean los cambios históricos y sociales: el Espíritu del Señor y su santa operación.
Sabe reconocer los muchos signos con los que se manifiesta y te interpela, anunciando también para ti un corazón nuevo, un renacimiento, una invitación a amar. Te corresponde a ti, como a San Francisco, transformarlos en posibilidades de nueva vida. Lo opuesto es el miedo, la desconfianza y la parálisis que nacen en nosotros cuando confiamos solo en nuestras fuerzas y posibilidades.
Al abrirte al soplo del Espíritu Santo descubrirás, en cambio, la audacia de recorrer nuevos caminos, de aún sentirte amado y poder amar y abrazar y llorar y alegrarte y compartir tu vida con cada criatura, como San Francisco.
No temas, pues, acoger al Espíritu como tu consejero y escuchar su canto, sus sugerencias y sus gemidos. Reza así, con las palabras del mismo San Francisco (De la carta a los fieles):
“Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos a nosotros, miserables, hacer, por tu gracia, lo que sabemos que tú quieres, y desear siempre lo que te agrada, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo y a ti, Altísimo, llegar con la ayuda de tu sola gracia. Tú que vives y reinas glorioso en la perfecta Trinidad y en la simple Unidad, Dios omnipotente por todos los siglos de los siglos”.
Amén.
A nuestro Señor Jesús, siempre nuestra alabanza.
Fra Alberto
(Articulo libremente extraído del Blog Vocación Franciscana)