¡Viva la Inmaculada! ¡Viva nuestra madre!

¡Viva la Inmaculada! Feliz día de la Inmaculada
Celebramos la redención, el cumplimiento de la promesa hecha por el Padre amoroso a nuestros primeros padres, Adán y Eva; una vez que ellos experimentaron el pecado y la muerte, se proclama esta fiesta sobre todo en el poder de nuestra redención. Nuestra mirada se dirige principalmente al Dador de todo bien, aquel que crea, que salva y que nos santifica. También para nosotros frailes franciscanos conventuales, es “el hilo de oro” de la historia de nuestra orden, que se va tejiendo desde nuestro nacimiento hasta su desarrollo del dogma de la Inmaculada Concepción, y el caminara de tan bella devoción a la Inmaculada Virgen María o a la Purísima Concepción de María.
El 8 de diciembre, para todos nosotros y para la Iglesia universal, nos hace recordar la obra de Dios, en la historia salvífica, que tiene resonancia en cada uno de nosotros: María es concebida purísima en el seno de santa Ana y en el hogar de san Joaquín, según la tradición legada por la Iglesia de Oriente, y para ser una dulce espera que al universo inscrita en celebrar con el gozo su naciente el 8 de septiembre, días de espera, día de tejer nuestra vida en la vida de Dios, días de construir también, nuestra redención de nuestra vida, por la Concepción Inmaculada de la Virgen María, dada en la obra de Dios.
Ella, la Inmaculada en Lourdes, en su aparición nos dice: “yo soy la Inmaculada Concepción, con estas palabras Ella determina no sólo el hecho de la Inmaculada Concepción, sino también el modo en que este privilegio le precede. El misterio de la redención de María es único, hasta donde tiene certeza la Iglesia hoy. Por ejemplo: ninguno de nosotros ha cometido todos los pecados posibles. Hay áreas de nuestra vida en que no hemos pecado. ¿Significa que en esas áreas no ha obrado la gracia de la redención que Cristo nos mereció? Desde luego que no. Este argumento nos ayuda a entender que ser salvado no implica haber pecado o haber estado bajo el poder del pecado, sino de la misericordia de Dios, una gracia que solo pude ser de Dios.
¿Qué es la Inmaculada? ¿Quién lo comprenderá perfectamente? De hecho, «inmaculada o inmaculado» significa sencillamente «sin mancha», y eso es expresamente lo que se espera de la gracia en nosotros, estar sin mancha del pecado, y de esta forma saber pues lo que nos invita san Pablo «nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él» (Ef 1,4). De esta manera la misma gracia y el don del Espíritu que hicieron a la Inmaculada nos quieren y pueden hacer inmaculados a nosotros, a través de los signos sacramentales, y es el de la confesión sacramento o de la Reconciliación, que nos libera, nos sana y nos renueva, signo salvífico que nos hace inmaculado y nos hace comprender el misterio salvífico de toda la creación.
Dios, pues, ha querido que la sencillez del alma de María fuera connatural al alma de los sencillos. De ellos podemos y debemos aprender el cariño espontáneo, sincero y fiel a la Madre de Dios. Un amor sin fisuras que entiende sin complicaciones que los bienes de ella de algún modo pertenecen a todos los que la amamos y a todos lo que Ella ama.
Podemos decir además que este misterio escatológico tiene su eco natural en la celebración eucarística. Hay una especie de compatibilidad natural e indisoluble entre el misterio de la Inmaculada y el misterio eucarístico. La pureza de Ella, ofrecida a Dios, es como la saludable respuesta con que nuestra raza humana acoge la ofrenda purísima del Cordero Inmaculado, el Cordero sin mancha. Pidamos al Señor que haga nuestro corazón dócil a la gracia, de modo que aquello que ya pudo en María se haga verdad en nosotros.
¡Viva la Inmaculada!

fray Eduardo Zamora

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