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«Ir», verbo clave de la vocación
Lectura del Evangelio según Marcos (6,7-13)
En ese tiempo, Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran nada para el camino, excepto un bastón: ni pan, ni bolsa, ni dinero en el cinturón; sino que llevaran sandalias y no dos túnicas.
Y les decía: «Dondequiera que entren en una casa, quédense allí hasta que se vayan de ese lugar. Y si en algún lugar no los reciben y no los escuchan, váyanse de allí y sacudan el polvo de sus pies como testimonio para ellos».
Entonces, partieron y proclamaron que la gente se convirtiera; expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los sanaban.
Los dos movimientos de la fe
«Jesús los llamó a sí y comenzó a enviarlos». Marcos en este versículo resume dos movimientos clave de nuestra fe. Dos movimientos que siempre constituyen la estructura de nuestra experiencia de Dios: «los llama a sí y luego los envía», o mejor dicho, ¡nos llama a sí y luego nos envía!
Primero, el primer movimiento, el que quizás nos es más familiar: Dios nos llama a sí, y nos acercamos a Él. Abraham en las encinas de Mamré, Moisés atraído por la zarza ardiente, Elías en la cueva en el monte Horeb… María, a través del ángel Gabriel, los discípulos, llamados en medio de su trabajo como pescadores… Dios nos llama para que nos acerquemos a Él, desde siempre.
Es este primer movimiento el que nos permite ponernos en oración, acercarnos a celebrar la Eucaristía, buscar un confesor para encontrarnos con la misericordia de Dios… Su llamado que siempre llega al oído y al corazón de cada ser humano: «¡Vengan a mí, todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré!».
Pero siempre hay también un segundo movimiento: ir, ser enviados, ¡mandados! Justo como se dice al final de la misa: «¡Vayan en paz!». ¿Qué significa eso? Seguramente no significa: «Hemos hecho todo, todo bien, ahora puedo descansar». No, no, significa «vayan a decirle a todos lo que han experimentado aquí».
Es esta la segunda acción de Dios, enviarnos hacia los hermanos a hablar de Él. Abraham enviado a tierra extranjera a formar una nueva nación, Moisés enviado a liberar al pueblo, Elías a purificar el culto de los dioses extranjeros… María, que corre a donde Isabel, los discípulos enviados a anunciar el Evangelio, como leemos en este y otros pasajes…
Porque el encuentro con Dios siempre es así, un encuentro que mueve, que activa, que pone en marcha, que empuja más allá. Un encuentro que te enciende el corazón, que te da vuelta por dentro, y no te deja tranquilo. Un encuentro que percibes como lo más increíble que te podría haber pasado, y sientes la necesidad, la urgencia, el deseo de que otros puedan tener la misma experiencia.
Es el Señor quien “nos toma”
Este Evangelio que nos sale al encuentro es un fuego. Si nuestro encuentro es verdadero, entonces será imparable. Así como lo fue para el profeta Amós…
Del libro del profeta Amós (7,14b-15)
«No era profeta ni hijo de profeta;
era pastor y cultivaba plantas de sicomoro.
El Señor me tomó,
me llamó mientras seguía al rebaño.
El Señor me dijo:
Ve, profetiza a mi pueblo Israel».
Así es para todos nosotros. Yo no era sacerdote o fraile (y tampoco «hijo de sacerdotes», obviamente…), era un joven que estudiaba matemáticas y trabajaba en McDonald’s… y el Señor me tomó, me tomó por dentro, en lo profundo de mi corazón. Me dijo: “Nico, quiero estar contigo, te quiero”. Y sentí que eso era lo más increíble del mundo, y que deseaba que muchos otros lo descubrieran.
¡Y esto vale para todos! No solo para los sacerdotes o frailes… ¡para todos! Todos podemos decir: “era mamá, papá, hijo, estudiante, banquero, plomero, empleado, obrero, lo que sea, pero el Señor me llamó”, el Señor me tomó por dentro, me plantó en el pecho un fuego que me impulsa a ir, hacia los demás.
No porque seamos mejores, no porque lo entendamos todo, no por soberbia o vanagloria… Sino solo porque he encontrado algo bello, único, y quiero compartirlo contigo. Y desde allí, desde la sencillez, el Señor hace nacer los milagros.
Lo dice bien el evangelio de Marcos: “Jesús les daba el poder sobre los espíritus impuros”, y “expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los sanaban”.
No sé cuántos demonios han expulsado o cuántos enfermos han sanado, yo muchos… Pero ciertamente, al menos una vez en la vida, todos hemos tenido la experiencia de que, al tomar el amor recibido y llevarlo a los demás, hemos visto el milagro del bien que vence. Al menos una vez hemos visto el poder del amor, que sabe perdonar, que sabe cambiar a las personas, que sabe sanar del mal, que sabe cerrar las heridas, que sabe curar la soledad, la desesperación, el fracaso… Estos son los milagros de nuestra fe, los que nuestra humanidad necesita.
¡Entonces, vamos!
Entonces vayan, vamos, el Señor nos envía: no sean egoístas, no sean tímidos, no sean cerrados; más bien, sean abiertos, sean creativos, sean valientes, con un corazón grande, y la sencillez de quien sabe que ya tiene todo lo que necesita, es decir, el amor de Dios, y que no tiene que conquistar nada ni convencer a nadie.
Seamos livianos, seamos confiados, seamos libres y liberadores. Y el Señor nos mostrará sus prodigios, incluso a través de nuestras pobres manos y nuestras pobres palabras.
Buen camino a todos
fray Nico
(Articulo libremente extraído del Blog Vocación Franciscana)